Cada vez estoy más lejos, más afuera de las tribus, de los ghettos, de los grupos, de los nacionalismos. Lo sé, me meto en una muy grande.
No creo más en los que son de, los ustedes siempre, los cómo sois vosotros. No creo en eso ni cuando es peyorativo, ni cuando es halagador. Lo confirmo recién ahora, pero lo sospechaba de chiquito. Míreme fijo, dígame si soy yo un desastre, o si soy yo una Maserati . Usted me está conociendo a mi, no al pueblo entero.
Es cierto que existen las culturas y las comunidades. No reniego de ellas, ni de las tradiciones en absoluto. Al contrario, porque (por suerte) existen lugares distintos, climas distintos, historias distintas, vidas transversales. Tiempos de ocio coexisten con otros de recogimiento. Por eso mismo. ¿Se imaginan qué aburrimiento, si no?
Pero cada vez creo menos en el glamour francés, en el desparpajo italiano, ni en la parquedad de los alemanes, ni en la verborragia argentina, ni en la estupidez norteamericana, ni en la candidez mexicana, ni en la delicadeza asiática, ni en "los vascos y las vascas".
Hay algunas cosas en común entre la gente de cierto lugar, pero usted y yo tratamos con personas. Esto mismo que usted lee es, en realidad, sólo entre usted y yo. No es Wisconsin vs. Marrakech, ni Valparaíso vs. Taillínn. Utilizamos los gentilicios por una simple (y un tanto estúpida) convención, que tiende a disolver a una persona con nombre y apellido, con una historia única, en un aguarrás de seres humanos de una zona determinada. Determinada, la mayor parte de las veces, por una simple casualidad, por la raya del meridiano 58º Oeste, porque papá y mamá tuvieron que viajar, o peor aún, por una fuerza externa o simplemente por mala suerte. Mucho antes que ser de Nairobi, usted es usted. La diferencia entre un uruguayo y un argentino es imperceptible para la mayoría de las españolas. De cualquier forma, si era del Río de la Plata, dirán que les hicieron el verso. Todos.
El otro día se confundieron: "Perdona, no te ofendas por la pregunta ¿eres paraguayo o argentino?". Soy de Mondragón, nací en Comodoro Rivadavia, mi padre es Genovés, mi madre de Trondheim, estudié en Puebla, mi mujer es de Bangkok, me duele el pelo derecho y a usted qué le importa. Otra vez alguien me dijo "que encanto sois". Ahí me entró la duda de si se habrían confundido otra vez. Confundido a mi con cuarenta millones de personas. Me retiro de ilusiones, por un momento llegué a pensar que yo podía ser un encanto.
Tú no eres interesante, eres interesante si eres de Nebraska. Parecías muy inteligente, pero no has estudiado Actuario en Reykjavic. Eres inmensamente guapa, pero no tienes apellido francés. La paso bien contigo, pero acabo de enterarme de que has apoyado la Revolución Bolchevique. Ahora me obligaré a no quererte más, dame un minuto.
Hace poco comprendí que sobre la península ibérica no puede haber mayor incompatibilidad que entre un vasco y un argentino. Estoy utilizando los gentilicios, sí. Pero permítanme una excepción. La excepción está salvada porque en función o a pesar de lo que estoy exponiendo, un vasco (o vasca, Sr. Lehendakari) y un argentino pueden llegar a congeniar de tal forma que me ha decidido a deshacerme definitivamente de las denominaciones de origen. Y los invito a hacerlo. Casi todas las supuestas incompatibilidades que tenemos, están dadas no por la cultura, ni siquiera por la historia, sino por la política.
Esto último, me hace acordar a una airada discusión que mantuve la semana pasada, que me hizo llegar a una ardiente conclusión: cada vez tolero menos la defensa de las ideologías por encima de las ideas mismas. O lo que es parecido, la negación de una verdad en función de quién, cómo y dónde lo diga. O, que cada vez creo más (o no) en las personas.