miércoles, 19 de mayo de 2010

Versiones de luna creciente

Y en el fondo ¿quién podía saber lo que había en su interior? La conocía, sí; pero ni siquiera después de tantos años podía interpretarla. Nadie podía entrar ahí, en el resquicio mismo donde pensaba, donde sentía y se movía. Era impenetrable; pero más que desconcertarme, el hecho de ver el límite mismo hasta el que uno podía llegar dentro de una persona me resultó reconfortante.
Yolanda y yo salimos juntos a comprar un helado, acabábamos de cenar. Billy se había quedado en casa solo. Cuando lo dejé, practicaba a ponerse nervioso, se inventaba peleas con los cordones de mis zapatillas. Comenzaba a mirar desde abajo las sobras de la cena que íbamos dejando en la mesada, y desconfiaba. No podía saltar hasta allí, era una distancia inalcanzable para un gato de su tamaño pero sabía que algo de eso le pertenecería pronto; de reojo, se imaginaba.
Mientras caminábamos, yo imaginaba formatos diversos de helado, cremas de colores y coberturas de chocolate. Yolanda, en cambio, ya se había comido el helado con la mente y elucubraba maneras de encararme. Me di cuenta de que la luna era creciente, y de que había unas cuantas vidas totalmente desconocidas para mi, incluso las que me pertenecían de alguna forma, incluso algunas versiones de mi mismo que no pudieron ser.

martes, 4 de mayo de 2010

La solución total (o la custodia compartida del gato)

Yolanda era un encanto de tía, pero además era una mujer extraordinaria. Mientras me daba cuenta de eso, del tiempo que había perdido, de lo que me había costado todo, ví como Billy (mi gato de 5 semanas) se sentaba con la cola recogida hacia el costado por primera vez, al tiempo que ante un estímulo respondía con un movimiento rectilíneo uniforme; veloz para su tamaño. En definitiva, su pequeño cuerpecito se estaba transformando en lo que uno conoce como gato, un verdadero gato.
Me quedaba claro que si no conociera para nada a Yolanda, si sucediera por ejemplo un encuentro fortuito en plena calle, seguido de un par de intercambios visuales en los que nos reconociéramos como simples desafortunados, me enamoraría de ella en un par de semanas.  Pensaba en eso como una imagen de ensueño, quizá un contraluz anaranjado, de flores secas de un día de la madre, que se reflejaban en el vidrio de un portarretrato que contenía mi foto.
Metí la mano hambriento en una industrial bolsa de brotes verdes intentando saciar de mala manera la injusticia de un día agotador, pero en realidad, lo que necesitaba era volver a escribir. Fue en ese instante, cuando me metía sin condimento alguno los brotes verdes directamente en la boca, que Billy se despertó. Era la una y media de la madrugada cuando se deperezó y salió de su cueva -una almohada vieja que fue lo primero que se apropió y a la que ya le había dado un poco de forma hundiéndola con su cuerpecito.
La solución de Billy era inigualable: nacer como sea, de a poco transformarse en lo que realmente debía ser y además, darle algo de su forma a lo que tenía a su alcance. Era cuestión de llegar a un acuerdo. Es decir, yo formaba parte activa de la rápida transformación de Billy en gato, mientras que él me ayudaría a mi a darme cuenta lentamente de todo lo que bebía, desde ahora mismo hasta el fin de mi existencia. Era como una custodia compartida.