lunes, 15 de noviembre de 2010

Memorias del torturador de gatos

Cada vez que llegaba a casa me daban una ganas tremendas de apretarlo. No digo acariciarlo ni abrazarlo, sino apretarlo. Un tipo de acto reflejo que me poseía y que de alguna manera me justificaba por el simple hecho de alimentarlo y soportarlo. Cuando sucedía, hacía todo lo posible por no reprimir nada y llevarlo a cabo inmediatamente. Asi que le ponía las dos manos encima y lo apretaba contra el suelo, ejerciendo cierta presión, de forma constante. Entonces lo observaba, e inconscientemente evaluaba su resistencia y tomaba el tiempo desde el inicio de la presión hasta su primer maullido. Luego lo soltaba y me iba olvidando del hecho hasta el día siguinte.
Al volver a casa sonaba Tchaikovsky. Eran algo más de las ocho de la noche y circulaba a unos suaves 87 kilómetros por hora. Mitad por atasco, mitad por el propio estupor. Me acordaba cómo durante estos últimos días me iba olvidando sistemáticamente de frases e ideas con las que quería comenzar a escribir; inicios que se quedaban en plena noche, en medio de la carretera. 
Y mientras notaba la frecuencia y la forma en que se iban yendo, incluso las de ese mismo momento, no dejaba de pensar en Berto y en nuestro rito casi diario de tortura japonesa. Practicable al instante, sin olvidos.

(Foto: cedida a Nico) El torturador, visto por una cámara de seguridad en un ascensor de un lujoso hotel del centro de Madrid.