miércoles, 19 de mayo de 2010

Versiones de luna creciente

Y en el fondo ¿quién podía saber lo que había en su interior? La conocía, sí; pero ni siquiera después de tantos años podía interpretarla. Nadie podía entrar ahí, en el resquicio mismo donde pensaba, donde sentía y se movía. Era impenetrable; pero más que desconcertarme, el hecho de ver el límite mismo hasta el que uno podía llegar dentro de una persona me resultó reconfortante.
Yolanda y yo salimos juntos a comprar un helado, acabábamos de cenar. Billy se había quedado en casa solo. Cuando lo dejé, practicaba a ponerse nervioso, se inventaba peleas con los cordones de mis zapatillas. Comenzaba a mirar desde abajo las sobras de la cena que íbamos dejando en la mesada, y desconfiaba. No podía saltar hasta allí, era una distancia inalcanzable para un gato de su tamaño pero sabía que algo de eso le pertenecería pronto; de reojo, se imaginaba.
Mientras caminábamos, yo imaginaba formatos diversos de helado, cremas de colores y coberturas de chocolate. Yolanda, en cambio, ya se había comido el helado con la mente y elucubraba maneras de encararme. Me di cuenta de que la luna era creciente, y de que había unas cuantas vidas totalmente desconocidas para mi, incluso las que me pertenecían de alguna forma, incluso algunas versiones de mi mismo que no pudieron ser.

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